La Reunión
Estabamos reunidos, como era nuestra costumbre. Todos los Jueves caída la tarde, alrededor de aquella mesa, en mi casa.
Voces, opiniones, apuntes, legajos; los comentarios iban y venían con la cadencia embriagadora de literatos...
En la mesa, sobre la superficie pulimentada del barniz en que se reflejaban las luces, mi pensamiento se encaramó como una oruga.
Les aseguro que la oruga estaba allí, sobre la mesa: la vi.
Se desplazaba lentamente desde mi lugar, al extremo opuesto.
¡Cincuenta patas a la una, cincuenta patas a las dos!, mientras su cuerpo se arqueaba como acordeón.
Me pareció que tenía cien patas.
Era una oruga peluda, de pelos amenazantes, de esos que dejan roncha sobre la piel, entonces, eran pelos urticantes; pero, de vivos colores, brillantes, como un pequeño arco iris, sobre la mesa. Era una tornasolada concuna, una de esas que caen de los arboles en primavera.
Creo que ella no escuchaba a nadie, tampoco yo.
Sólo miraba al frente, hacia el otro extremo, el más alejado de mí. Su trayectoria era recta; porque durante su marcha jamás se desvió.
¡Qué firme resolución, la del animalito!
No se alejó de su meta ni por un segundo. No la distrajo ningún comentario, ni crítica.
La seguí observando, hasta que desapareció en el borde opuesto de la mesa, desde el cual, no volvió a emerger con su cuerpo peludo, tornasolado; con sus... ¡cincuenta patas a la una, cincuenta patas a las dos!
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